Tiene ojos azules, su sonrisa es
franca, alegre, a veces contrasta con una tristeza fugaz en su mirada. Ella es una mujer decidida, con ganas de seguir aprendiendo después de haber parido
y crecido tres hijos que ahora viven en diferentes lugares, lejos de ella, gracias a una guerra imposible de definir y por la que hemos coincidido
en un país que ahora es nuestro hogar, aunque ambas llegamos por diferentes motivos.
Somos compañeras en clase de inglés, ella habla mejor que yo, aunque
yo leo y escribo mejor que ella.
Hoy, durante la hora del almuerzo, me platico sobre lo difícil que ha sido para
ella adaptarse a este nuevo estilo de vida, vive sola con su esposo y extraña mucho a sus hijos. En su país vivía con ellos, ahí se acostumbra las familias grandes en una misma casa, donde la repartición de deberes y el convivio es el pan de cada día.
En muchas
ocasiones me he proclamado dichosa en
mi espacio y mi soledad, sin el amontonamiento de la familia. Sin embargo, vivir lejos de tu país te hace ver desde otra perspectiva las cosas y aunque sigo
defendiendo mi espacio, ahora valoro más el calor de la familia. Comprendo lo que ella siente, el dolor de perder esa unidad, el choque con otra cultura y costumbres. Por eso pienso que
la guerra es la peor faceta del ser humano, es una palabra que no debería de existir. Tal vez un día, tal vez en otro mundo, mientras tanto en este, se seguirán acumulando miradas tristes.